¡Han
salido las alúas!, gritábamos los niños de mi pueblo al ver volar a cientos de
hormigas aladas –las llamábamos alúas– cuando en el otoño, después de una lluvia,
salía el sol. Un anuncio que formaba parte del calendario que la madre
naturaleza, por los años cincuenta, nos ofrecía. Era una señal inequívoca del
cambio de tiempo que se produce en el otoño, como también ocurría con la
entrada de la primavera que nos anunciaban las golondrinas, o el anuncio del
verano que traían las brevas. El tiempo que tendríamos lo pronosticaban las
hormigas que, además, se utilizaban para cazar gorriones.
–¿Te
vienes a recoger las costillas de mi abuelo? –Me decía mi amigo al salir de la
escuela.
Las
costillas eran unas trampas muy sencillas hechas de alambre. Su armazón
consistía en un resorte para activar el cepo y un pincho, donde se prendía una
alúa que servía de señuelo para los pajaritos.
Por
entonces, los labradores hacían sus faenas con ayuda de caballerías. Las pajas
y demás deshechos de las cuadras se arrojaban a unos vertederos donde se iba
formando el estiércol con el que después se abonaban los campos. En ellos abundaban
insectos y plantitas que continuamente atraían a bandadas de pájaros. En su
superficie, bien disimuladas, se colocaban las trampas con sus hormigas aladas
cuyo brillo atraía a los incautos gorriones que pretendían comérselas.
Por
la mañana, bien temprano, los abuelos se iban a los vertederos a colocar costillas.
Luego, al medio día, a la salida de la escuela, algunos de sus nietos las
buscaban para recoger los pajaritos cazados.
Acompañar
a mi amigo en aquella tarea era una aventura fantástica, pero no todos los
animalitos capturados estaban muertos, y a mí se me
encogía el alma cuando sentía latir en mi mano el corazón de un gorrioncillo moribundo.
En
aquellos años era frecuente que muchas familias poseyeran una o dos docenas de
costillas, casi todas construidas en las propias casas o, si no, compradas en
la tienda de Paquiqui a diez reales la unidad. Eran las armas con las que
muchas familias aumentaban los escuálidos jornales que se obtenían entonces con
el trabajo en el campo.
–Hoy
han caído quince –decía con mucho orgullo mi amigo cuando le entregaba a su
madre el resultado de la cacería. Después, ella se encargaría de desplumar y eviscerar
los pajaritos, unas canales minúsculas, pero exquisitas, que vendería a los
taberneros para que Josefa, la mujer del Tarta, Dolores, la del Pireo, o Carmen,
la del París, los sirvieran bien aliñados a sus parroquianos.
Este
relato, que parece un cuentecico, era una modalidad de caza de mi pueblo que yo
he recordado hace unos días cuando al ir a coger el coche me encontré los
cristales llenos de alúas.
Ahora,
afortunadamente, los abuelos no necesitan poner costillas, ni los nietos buscarlas
después, ni las madres tienen que preparar los pajaritos para la venta, una modalidad
de caza que quedará conservada en los registros de antropología y nada más,
pero me asalta una duda: ¿Habremos
destruido, consiguiendo el bienestar, aquella voluntad que, como de un volcán, salía
del alma de las familias de mi pueblo en busca de su progreso social y
económico?

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