La pasada semana, los medios de
comunicación han anunciado la aparición de un libro sobre los beneficios del
cultivo del algarrobo (Ceratonia siliqua), una especie leguminosa que,
como el cacahuete, está de moda. La primera tiene tanta proteína como la carne
y en medicina se recomienda contra las diarreas, la segunda es tan valiosa que
parece fuera el regalo de un ángel: tiene dos veces más proteínas que la carne
y la mitad de su peso (50%) es grasa de una calidad excelente.
Pero con ser importante todo eso,
para mí y para la mayoría de los niños y jóvenes españoles de la segunda mitad
del pasado siglo, las algarrobas y los cacahuetes están entre muchos recuerdos
entrañables de nuestras vidas.
En los años cincuenta, a la
estación de ferrocarril de mi pueblo –Villanueva de la Reina (Andalucía)–
llegaban vagones cargados de algarrobas para las caballerías que faenaban en el
campo. Añadidas a la paja, aquellas vainas eran un alimento extraordinario para
los mulos a los cuales, según decían los labradores, les daba fuerza y se les
ponía la piel tersa y brillante.
El aviso de su llegada al muelle
de la estación era el anuncio de un día excepcional para los niños, que en
bandada corríamos hasta allí para poder recoger las vainas que en el trasiego
de los vagones a los carros se caían al suelo –Para los niños de entonces, aquellos
frutos eran mucho más que una golosina para los niños de hoy–.
Pero sobre los cacahuetes de
Villanueva tenemos algo más que recuerdos entrañables. La finca que había en el
pueblo –el Cortijuelo– tenía la categoría de modélica otorgada por el Gobierno
desde los años veinte. Entonces era propiedad del ingeniero agrónomo y político
don José del Prado y Palacios, y luego fue adquirida por los hermanos Casanova
Bonora, unos empresarios valencianos que la convirtieron en el pulmón económico
del pueblo. A su diversidad de cultivos: frutales, naranjos, olivar, lino y
cereales, añadieron el de cacahuetes. Con esta leguminosa alimentaban una
extensa ganadería de vacas lecheras y terneros, y para optimizar el pienso ensilaban
las matas de cacahuetes mecánicamente en enormes cilindros metálicos –Un
proyecto de explotación agraria ejemplar–.
Cuando los niños de los cincuenta
llegamos a la juventud, los cacahuetes fueron el aperitivo con el que podíamos acompañar
la única bebida que nuestra escuálida economía nos permitía: vino blanco de La
Mancha para alimentar nuestros enamoramientos y fantasías. Aquellas semillas
tostadas y con su poquito de sal estaban realmente apetitosas, pero lo que no
sabíamos entonces era que dos puñados de cacahuetes son mucho más nutritivos e
higiénicos que un buen filete de ternera y es que, muchas veces, por una razón misteriosa,
los más humildes suelen ser ricos, pero no lo saben.
Los cacahuetes nos los regalaron
nuestros hermanos mexicanos, por eso tienen ese nombre tan extraño a la lengua
española, aunque ellos les llaman “cacahuates”
Todavía recuerdo a mí padre poniendo cacahuetes tostados de aperitivo en el bar que regentaba en el altozano, Bar Cuchichi.
ResponderEliminarNombre debido a su afición a la caza de la perdiz con reclamo y que con mucha paciencia me trasmitió y sigo practicando hoy en día
Extraordinario y acertado. el.comemtsrio y la definición del.mismo.
ResponderEliminarLos más sabrosos eran los que ponía Miguel el del Bar Ladrillo, fritos en sartén.
ResponderEliminarYa lo creo, estaban muy buenos, era mi madre la que los preparaba...era uno de los aperitivos más solicitados...
ResponderEliminarBonito relato José, Me acuerdo de ir a la estación a coger algarrobas .
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