Una hogaza de pan recién horneada
es un elemento de placer por su olor, su sabor y su textura; pero las cosas
también parecen tener alma –su historia–, y
cuando esta se conoce, los objetos adquieren una dimensión mucho mayor de la
aparente.
Somos, esencialmente, ADN y cultura, de su mano hemos llegado a nuestro actual estado. Mejorar nuestra condición por el camino de la selección genética es un procedimiento impensable por su peligrosidad, solo la cultura parece que nos pueda hacer mejores. Conservarla, analizarla y enriquecerla es el destino del hombre. Pero la cultura no es otra cosa que un sistema de símbolos de los que están llenas nuestras vidas (en la alimentación, el vestido, el arte, la construcción, la religión, etc.), y si dejamos de conocerlos, los símbolos se quedan en puro gesto y pierden su valor.
En la actualidad, el hombre es
cada vez más ignorante, y no solo por falta de interés o incapacidad de
aprender, sino por la inmensa cantidad de conocimientos acumulados desde
nuestra adquisición de racionalidad.
Desde los griegos, y hasta no
hace mucho, los conocimientos se adquirían en lugares especiales (Academia,
Liceo, Escuela, Universidad, etc.), pero con la masificación de los medios de
comunicación, el aprendizaje se hace desde cualquier sitio y en cualquier momento,
y lo que es más importante, con una presentación tal, que su compresión es
relativamente fácil, con lo cual lo que se adquiere tiende a la superficialidad,
dejando de lado conocimientos sin los cuales difícilmente se puede comprender
lo que somos, de dónde venimos y adónde vamos. Entre esos conocimientos está el
pan, un alimento que tomamos todos los días, de vulgar consideración, y cuyo
valor en nuestra civilización es más que importante, es fundamental.
Hasta el descubrimiento del
trigo, el hombre se desplazaba de un lugar a otro detrás de las fuentes de
alimentación, pero en el valle de Mesopotamia, el hombre descubrió que, de
manera espontánea, en el suelo nacían plantas con abundantes semillas, gozosas
de comer, y que se podían guardar durante meses. Entre esas semillas
predominaba el trigo. A partir de ese
momento, el hombre dejó de ser nómada. Algo después, descubrió que el trigo
molido y mezclado con agua se convertía en masa que, en poco tiempo, fermentaba
y aumentaba de tamaño, y cuando se acercaba al fuego se transformaba en una
hogaza de pan. Todo esto ocurría en Abu Hureyra (Siria) en el 9.500 a de C., y los
trabajos arqueológicos que nos ha contado el profesor Rowly Conwy, nos han
permitido conocer esa etapa fundamental de nuestra civilización.
El gesto de pellizcar una hogaza
de pan, llevárselo a la boca y disfrutarlo, es mucho más que un gesto rutinario
de alimentación, es un signo que nos permite navegar por el túnel del tiempo si
conocemos la carta de navegación que nos enseña la historia del pan.
Texto e imagen
originales de José Del Moral De la Vega
El pan es un símbolo de lo bueno, es bueno para el hombre y además alimenta, perfuma, mima y hasta parece que acaricia. Todo un descubrimiento.
ResponderEliminarY tu entrada..un placer José.
Feliz Domingo.
Muchas gracias, Beatriz, por tus palabras. Intentaré completar estas reflexiones con otras de tipo biológico y gastronómico, también sobre este alimento.
ResponderEliminarSaludos cordiales
Hola, José:
ResponderEliminarCon un pan sobre la mesa, no se nota la pobreza... Decía mi abuelita, quien era un experta panadera y hacía una delicias que aún recuerdo con mucho cariño.
Tu crónica es muy apropiada e interesante.
Un abrazo.
Tu abuelita tenía mucha razón, Rafael, y cuando se mezcla el pan con la alegría, el hombre es como una roca frente a las adversidades.
ResponderEliminarUn abrazo