La Navidad que celebramos actualmente en Occidentes, si
hacemos abstracción de la conmemoración religiosa, está dirigida principalmente
a un consumo desenfrenado que produce una falsa felicidad. Cuando los que hemos
vivido ya muchas Navidades comparamos las de ahora con las de los años
cincuenta, constatamos que tenemos más y mejores comidas, vinos excelentes,
joyas, regalos, etc., pero, en realidad, las Pascuas de entonces nos producían un
disfrute mayor.
Sobre esta cuestión de lo que ganamos y perdemos con el
bienestar, el genial cineasta Berlanga, en 1956, compuso una película –Calabuch–
en la que nos plantea la felicidad que se vive en un pueblecito pobre. A él
llega uno de los sabios más prestigiosos del mundo huyendo de su ambiente de
riquezas para buscar la paz de aquel humilde pueblo, un lugar que todos sus
habitantes, incapaces de valorar la fortuna que tienen de vivir allí, desean
abandonar.
Esta película, más que cine, es una soberbia lección de
filosofía sobre la felicidad y la riqueza. Una película en la que yo veo
representado a mi pueblo por aquellos años y que he disfrutado decenas de veces.
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