Un libro que me ha sorprendido por su sencillez. No solo es sencillo, es, además, breve, apenas cien páginas en un cuerpo de letra grande, que se leen en un vuelo.
Y digo que me ha sorprendido porque yo me esperaba, de esa figura legendaria que es Abbé Pierre, con una biografía tan novelesca −se ha hecho una película sobre su vida hace poco−, unas reflexiones más complejas, más llenas de, no sé, de sabor. Pero no. Tampoco es que sean insípidas, al contrario… Aunque esto de la insipidez me sugiere una comparación que quizá valga para hacerme entender: quien espere encontrar en estas páginas un trago de, digamos, un buen coñac, se sentirá defraudado. Porque lo que el abate Pierre nos ofrece aquí es un vaso de agua fresca. Agua de manantial, quizá, pero agua, al fin y al cabo. Y el agua es maravillosa… Siempre que uno tenga sed. Quienes deseen algo más fuerte y embriagador −espiritualmente hablando− no creo que lo encuentren en este libro. Un libro donde se exponen muchas de las cuestiones que suelen manejarse en las conversaciones, informales o no, sobre religión: un Dios supuestamente amoroso que sin embargo parece indiferente al dolor del mundo, permitiendo que la maldad y la desgracia se ceben en él; una Iglesia fundada en la humildad y sin embargo acumuladora de poder y de riqueza; el sacerdocio de las mujeres; el celibato; la homosexualidad; la idolatría; la pérdida personal de la fe… El abate Pierre aborda estas cuestiones de manera llana y directa, sin ocultar sus dudas y tampoco sin miedo a chocar con la doctrina oficial de la Iglesia o con la tradición. Y, sobre todo −y esto es lo que hace a este libro tan asequible a cualquier lector, sea creyente o no− nunca desde la doctrina o el dogma, sino desde sí mismo, desde su vivencia personal, en un tono que no tiene nada de eclesial y sí de confidencia amistosa.
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