Es obvio que, en España, gran parte de la cultura nace en el
mundo rural: las construcciones, la preparación y conservación de los
alimentos, los modos de relacionarse socialmente, las maneras de divertirse, de
cantar, de rezar, etc. Ese acervo cultural está seriamente amenazado con la
pérdida de consideración que actualmente está sufriendo todo lo referente con
lo agrario.
Es incuestionable que gran parte de esas amenazas le llegan
de fuera, pero otras tienen su origen dentro de ese mismo mundo y vienen
actuando silenciosamente desde hace mucho tiempo, una de las cuales está
relacionada con la falta de consideración que se ha tenido con los maestros de
los pueblos.
Hasta no hace mucho, el maestro vivía en el mismo lugar en
el que ejercía su magisterio, con lo cual su “enseñanza” no se limitaba a las
horas de escuela. En la calle, el bar, las tiendas, la iglesia… el maestro era
un referente, de su comportamiento se derivaban formas de urbanidad, redactaba
documentos y cartas a los que carecían de conocimientos para hacerlo, promovía
actividades culturales, archivaba tradiciones, animaba a los padres para que
sus hijos se formaran, etc. Trabajos que desbordaban sus obligaciones
funcionariales y que, hasta los años setenta, fueron retribuidos con escasos salarios.
La figura del maestro rural ha sido fundamental en el
progreso de los pueblos, pero esa función no ha sido reconocida.
Si buscamos monumentos existentes en el mundo rural como agradecimiento
a determinados profesionales, descubrimos esculturas dedicadas al carpintero,
al ajero, al zapatero, al aceitunero, al herrero, al arriero, etc., pero si
buscamos monumentos dedicados al maestro solo los encontraremos en ciudades. En
el mundo rural solo lo he encontrado en un pueblo –Conil–.
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