HIGOS CHUMBOS



Casi al final del verano, las noches de los domingos un hombre vendía higos chumbos en la puerta del Ayuntamiento.

– ¡Cuatro a la peseta! –pregonaba–. Todo un lujo para comprar con mi ridícula “paga”. Y quizá por ello yo sentía una tremenda alegría al salir de mi casa y ver que, en la puerta del Ayuntamiento, como cada domingo, aparecía aquel hombre con su puesto de higos chumbos: un cesto bien repleto de frutos, un cubo con agua para lavarse las manos de vez en cuando, un trapo para secárselas y una navaja para mondar el fruto.

–Una peseta de higos –pedía yo– mientras le entregaba la moneda. Y aquel hombrecillo –era muy bajito– iba escogiendo y mondando los higos con una envidiable destreza, tan rápidamente que a mí no me daba tiempo a engullirlos, por lo que, cuando llegaba al último, yo todavía tenía la boca llena y un higo en cada mano. Aquella plenitud la completaba con unos buenos tragos de agua de la fuente que había en la plaza del ángel.

Realmente, aquellos momentos eran de los más placenteros que yo tenía en las noches de los domingos del final del verano. –¡Con qué poco era feliz un niño de los años cincuenta!–.

Ahora, al ver los higos en un mostrador de la tienda, casi sin darme cuenta, repaso mentalmente sus propiedades bioquímicas y sus virtudes para la salud, pero lo que siento con más fuerza es el recuerdo de aquellos higos chumbos, casi mágicos, que vendía un hombre en la puerta del Ayuntamiento cuando yo era niño.

¿Qué papel espiritual jugará aquel recuerdo en la selva neuronal de mi conciencia?

Imagen y texto de José Del Moral De la Vega

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