Los que ya vivíamos en los años cincuenta
guardamos imágenes de mujeres participando en una de las labores más
sacrificadas del campo: la siega y agavillado del trigo. Afortunadamente, eso
es solo un recuerdo, pero todos los que disfrutamos ahora de un ilimitado
bienestar deberíamos pensar que si ello es posible se debe a una abuela, bisabuela,
o aún más lejana en el tiempo… que alternaba la dureza del trabajo en el campo
con la dulzura del cuidado de sus bebés.
Al margen de su valor biológico,
es probable que la Humanidad, sin la participación de la mujer en su cultura, no
habría pasado de la utilización de la piedra como herramienta.
En la antigüedad, ella ha sido la autora de maravillosas
recetas culinarias a partir de los más humildes alimentos; en el cuidado de los
niños y los mayores siempre estaba ella; en el arreglo de los desacuerdos familiares
estaba ella; en el canto y la oración y en los más duros trabajos del campo
estaba la mujer... y, actualmente, ella lidera las actividades más difíciles o hermosas de nuestra civilización.
Conferir a la mujer idénticos
derechos que al hombre es algo incuestionable, pero su utilización por gente de
la política, el espectáculo o los famosillos, creando una guerra de competencias
con el hombre, con el interés disimulado del poder es, probablemente, una utilización
perversa cuyas consecuencias tendrán un efecto terrible en las diversas formas
de convivencia entre el hombre y la mujer.
Nuestra
cultura está llena de elementos referentes al trabajo de las espigadoras, como
en la zarzuela “La rosa del azafrán” –A propósito, muchas felicidades a todas
las Rosas–.
Texto e imagen de José Del Moral
De la Vega
Comentarios
Publicar un comentario