Por los años cincuenta, los niños
que vivíamos en las zonas rurales andaluzas éramos felices con muy pocas cosas.
De las suelas de alpargatas hacíamos ruedas para los cochecitos, que no eran
más que latas vacías de sardinas, los caballitos los construíamos con el palo
de una escoba y los disfraces los elaborábamos con ropas viejas, cortinas
desechadas y gorros de papel de periódico.
Prueba inequívoca de que la felicidad de un niño no está tanto en las
fruslerías que tiene, como en el cariño de las personas que le rodean.
Pero los momentos no eran siempre
igual de placenteros, y uno de los que más nos gustaba era la feria del pueblo
–las plazas iluminadas por las noches, los altavoces de las atracciones, los
gigantes, fuegos artificiales…–. Por la feria, los niños de entonces
estrenábamos vestido, teníamos algún dinerillo para golosinas y la disciplina
de horarios se relajaba, pudiendo regresar a casa mucho más tarde que de
costumbre.
Como bandadas de palomicos íbamos
los chiquillos de aquí para allá persiguiéndonos o abrazándonos, unidos por esa
alegría primaria y contagiosa que produce el sentirse miembro de un grupo.
Por los años cincuenta, los niños
de mi pueblo (Villanueva de la Reina) éramos felices en medio de la pobreza,
evidencia de que, en el hombre, lo verdaderamente importante está en su alma.
Texto de José Del Moral De la
Vega
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