El
garbanzo es un cultivo que aún perdura en Extremadura, y la Rabia una de las
enfermedades que le afectan. Aparece ésta en primavera, después de unos días de
lluvia y otros seguidos de sol, y para impedir que se adueñe del garbanzal está
recomendado visitar los campos con frecuencia y aplicar un terapéutico cuando
se vean las primeras manchas que la delatan.
Ahora
es primavera, y las parcelas de cultivo
forman un inmenso mosaico sobre los alcores de la Campiña Sur de Extremadura.
Pasear por sus veredas es como entrar a un espectáculo y pasar del aburrimiento
a la emoción: el viento del Guadalquivir o del Guadiana –que ésta es una tierra
donde nacen fuentes a uno u otro río– llega cargado de vilanos que se pegan,
obstinados, a la ropa; bandadas de
coleópteros de color esmeralda revolotean por entre las flores amarillas –mi
amigo Pedro Del Estal, que habla las lenguas de los insectos, dice que se
llama: Psilothrix viridicoerulea –,
y el cielo, lleno de cantos y piruetas de pájaros, recuerda la alegría que, de
súbito, se forma a la salida de una escuela.
Buscando
referencias antiguas sobre la Rabia, me topé con uno de los episodios más
hermosos de la historia de nuestra cultura: transcurría el siglo X y Abderramán
III, que había fundado en Córdoba la primera academia de medicina, deseaba
poseer un ejemplar del libro “De materia médica”, un tratado de botánica
escrito en el siglo I por el griego Dioscórides en el que se indica la utilidad
de numerosas plantas contra las enfermedades del hombre. En un intercambio de
embajadores, el emperador de Bizancio le regala al califa un ejemplar del
pretendido libro, y éste, inmediatamente, ordena traducirlo al árabe; pero al
comenzar la tarea, los lingüistas comprueban que pueden transcribir todo el
texto menos el nombre de las plantas, que desconocen. De nuevo pidió ayuda
Abderramán al emperador, y éste le envió al monje Nicolás, que resolvió el problema y vivió felizmente en la
ciudad de Córdoba hasta el final de su vida.
Mucho
me temo que la humanidad no haya dado suficientes gracias al monje Nicolás por
habernos permitido leer párrafos tan sugerentes como éste: “…majados los
garbanzos con miel y aplicados en forma de emplasto, tienen gran poder de
mundificar y deshacen todas las manchas del rostro. Engendran los garbanzos
muchas ventosidades y son productivos de esperma, por donde no es maravilla que
inciten a fornicar”.
Contaba
mi madre que su tío abuelo, que era
canónigo en el cabildo catedralicio de Badajoz, andaba siempre en
alabanzas de los cocidos de garbanzos de su hermana Isabel, pero ésta, mujer culta
y recatada, y conocedora del Dioscórides, no hacía sino prometérselos –forma
elegante de darle largas–, para así –creía ella– evitar la promiscuidad del
clérigo.
La
ciencia no ha probado todavía –al menos, no tengo yo noticia de ello– la relación
del garbanzo con la lujuria; pero “la Gumersinda”, que curaba el “Mal de ojo” en
mi pueblo, me contó un día que la mujer de Amador –la bruja oficial de la
comarca– hacía unos cocidos con los garbanzos que se dejaban en el campo por
haber “rabiado”, con los que, quien los comía, “rabiaba de amor”.
–¡Ah!,
ese es el origen verdadero del nombre de Rabia que dan los labradores a esta
enfermedad del garbanzo –pensé.
Ahora,
no sé yo muy bien si “la Gumersinda” y su amiga habían deducido, sólo por el
nombre, que si se comen garbanzos “rabiados”, se “rabia de amor”; o es que, con
igual intuición con la que el hombre desvela la verdad oculta de las cosas –lo
sagrado–, las brujas de mi pueblo han descubierto, de verdad, que es en esta
enfermedad del garbanzo donde está escondida “la Viagra” que El Creador puso en
El Paraíso.
Artículo publicado por josé del moral de la vega en el n.º 201 de la
revista de ingeniería PHYTOMA ESPAÑA.
Ahhh... leerte es caminar en un campo dorado sinfin...
ResponderEliminarUn beso, mi querido José :-) Ya volví!
¡Que exagerada!
ResponderEliminarUn beso