Esta estación ya no es lo que era, pensaba Luciano, un ingeniero que trabajaba para la compañía de ferrocarril del país. Su infancia transcurrió entre aquellos edificios, hoy ya casi abandonados, hace unos cincuenta años.
Un día, cuando Luciano era muy pequeño, apareció por aquella estación una familia de indigentes. Se instalaron en un vagón desvencijado cercano al muelle. Tenían un único hijo, Damián, un casi hombretón alto y fuerte de unos doce años.
Damián no iba a la escuela. Pasaba el día subiendo y bajando por los trenes que maniobraban en la estación, cogiendo nidos de pájaros o jugando con los otros niños del pueblo a la pelota. Apenas si sabía escribir o leer, pero era noble y feliz como un animalillo y, por su intrepidez y envergadura, los demás niños lo consideraban un líder.
Feliciano se hizo amigo de aquel mozalbete, admiraba su nobleza primitiva y su fuerza. Aquella amistad le daba confianza, además de aprender a trenzar juncias, manejar la honda o tallar palos con una navaja.
Cuando llegaba la hora de la merienda, Luciano partía para los dos el pan con chocolate que le daba su madre y, a continuación, iban al vagón donde vivía Damián. Delante de aquella improvisada casa, en el suelo, había unas piedras entre las que la madre de Damián hacía fuego para cocinar. El mozalbete apartaba las piedras, escarbaba en el suelo y, enterradas, había unas cuantas papas asadas de las que escogía dos, una para cada uno. Aquellas papas le sabían a Luciano mejor que ninguna otra golosina.
-Este era el sitio donde Damián hurgaba –se decía Luciano –mientras removía la tierra con la punta de su brillante “Magnanni” cuando, sorprendido, comprobó que allí había dos papas.
-No es posible –pensó. Se agachó y cogió una. -¡Dios mío, está caliente!
Imagen y texto de José Del Moral De la Vega
Sucede que, a veces, la magia llega a los simples mortales y nos cuesta aceptarla. Me gustó mucho
ResponderEliminarDe la inocencia de los niños se sirve Dios para edificarnos en las cosas sencillas y dulces de la vida...
ResponderEliminarEste cuento está hilvanado con el amor de los amigos, y sin pensarlo siquiera, quedamos asidos a su belleza y ternura.
Muchas gracias querido José. Me ha encantado, y también la imagen.
Un fuerte abrazo.
El calor de la amistad y los gratos recuerdos permanece siempre con nosotros, y nos llena el corazón de paz y bien.
ResponderEliminarGracias, Pepe, por contarlo tan bonito.
Muchas gracias, Sara, Angélica y Asun, por pasaros por aquí y por vuestras palabras amables.
ResponderEliminarRealmente, es un cuento, pero de verdad -¿es eso posible?-
Un abrazo
José, lamento decirte que el mosquito del trigo, las semillas y todo eso que es tan importante, no llama mi atención. Me gustó mucho la foto de los molineros. Muestra el trabajo del hombre y sus afectos, todo reunido.
ResponderEliminarVolví a leer Papas Calientes, y volvió a alegrarme la tarde.
Besos Silvia
José: dejé aquí un comentario que es obvio no quedó, en el que te agradecía tu bonomía para disculpar mi falta de tacto y te invitaba a pasar por http://www.escobarlarevista.blogspot.com a retirar el Premio Amistad, que quiero compartir con los blogs que considero realmente amigos y entre los que se encuentra Albayanas Ideas.
ResponderEliminarEl método para obtener el premio esta en los comentarios de la entrada de agradecimiento.
Mi querido amigo, te espero!
Saludos