LOS GARBANZOS Y LA UNIDAD DE ESPAÑA


Brian Sewell, asesor de la galería Christie y uno de los críticos de pintura más prestigiosos de Europa, escribía no hace mucho en “The Evening Standar” que gran parte de la pintura abstracta de los últimos años ha consistido en una gran superchería.
A partir de ese momento, aquellos que por haberse declarado devotos de Zurbarán o Velázquez habían sido calificados como retrógrados, pueden ser tenidos ahora por maduros intelectuales capaces de identificar la farfolla y discernir entre el progreso y la innovación.
Esa reflexión también puede ser aplicada a la comida mediterránea, y concretamente a la española.
Hace unos cuarenta años, la comida saludable –¿cuándo dejarán de usar los médicos españoles tablas de alimentación americanas?– era el aceite de girasol, la ternera a la plancha o el pescado blanco, en lugar de aceite de oliva, sardinas o guisos de garbanzo.
Pero un buen día, los científicos descubrieron que los españoles teníamos muchas menos muertes por enfermedades cardiovasculares que los ingleses, los suecos o los alemanes, y ello, entre otras razones, era debido a los guisos de garbanzos que en España se comían casi todos los días del año. La verdad, como siempre, termina por imponerse, y todos aquellos a los que nos gusta la olla, como los que admiraban a Zurbarán en lugar de la pintura abstracta, podemos disfrutar de un buen plato de cocido sin temor a oír monsergas sobre el colesterol o algún otro sinapismo.
Creían los antiguos, desde el siglo quinto, que los garbanzos eran un poderoso afrodisíaco. Esa propiedad no tiene más base biológica que la imaginación de quien la fabricó, pero como la sexualidad del hombre, más que en la entrepierna, está en el cerebro, la receta funcionaba. Y precisamente por ello, como ahora veremos, un guiso de garbanzos pudo ser la causa de la pérdida de la unidad de España.
Corría el año 1516 cuando el rey Fernando el Católico, casado entonces con la reina de Navarra, Germana, se dirigía a Guadalupe buscando la curación de su hidropesía. Tenía la reina treinta y tres años menos que el rey y unos vivos deseos de dar a luz un príncipe que fuera rey de Aragón, Nápoles y Navarra; pero Fernando, Dios sabe por qué, no conseguía dejar preñada a la joven y guapa Germana, la cual recurría a todo tipo de recetas y sortilegios para poder conseguir así sus propósitos; sucesos que Galíndez de Carvajal describe, para nuestro disfrute, con gran primor y minuciosidad:
“Estaba el rey muy deshecho porque le sobrevinieron diarreas...; muchos creyeron que de un potaje que le fue dado para ejercitar su potencia le había venido aquel mal... en lo cual había participado doña Isabel Cabra, camarera de la reina, con sabiduría de la reina Germana, su segunda mujer, porque deseaba mucho parir del rey...”
Fernando muere y la reina, a pesar de sus potajes, se queda sin descendiente, con lo cual el emperador Carlos pudo heredar a su abuelo y mantener, de esa forma, la unidad de España.
Es probable que al rey, anciano ya y muy enfermo, le adelantaran la muerte con tanto garbanzo libidinoso; hecho que permite aventurar la hipótesis de que en la indigestión de un potaje extremeño estuvo la razón de la unidad de España en 1516.
Cierto que estas noticias no pueden utilizarse para descubrir razones históricas; su interés, jacarandoso, consiste sólo en tener un tema para conversar mientras se disfruta de un buen plato de garbanzos, aunque su elección esté exclusivamente en el goce de comerlos y no en la necesidad de potajes que el rey Fernando tenía.
En un país viejo como España es emocionante –alucinante diría un joven de hoy– comprobar que cualquier cosa trasmite cultura, aunque muchos españoles, realmente, no tengan conciencia de ello. Y ocurre que nosotros, que llevamos disfrutando de pintura desde Altamira y de garbanzos desde Tito Livio, necesitamos casi siempre de un inglés, como Brian Sewell, para abominar de las supercherías y descubrir a Zurbarán o al cocido de garbanzos.

José Del Moral De la Vega

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